Diario Clarín. Artículo del 2 de abril de 2007
MALVINAS 25 AÑOS DESPUES : HISTORIAS DE LA GUERRA
El viejo pulóver que un soldado argentino devolvió a Malvinas
Miguel Savage fue a la guerra sin saber usar un arma. Quebrado por el frío, tomó un pulóver de una casa cuyos habitantes kelpers no estaban. El año pasado regresó, devolvió la prenda y dejó una carta.
AQUELLOS RECUERDOS. MIGUEL SAVAGE, EN SU CASA DE VENADO TUERTO, RODEADO DE FOTOS FAMILIARES, CUENTA SU EXPERIENCIA COMO SOLDADO EN MALVINAS.
Mauro Aguilar VENADO TUERTO ENVIADO ESPECIAL
La vida de Miguel Savage, clase 62, integrante del Regimiento 7 de Infantería Mecanizada de La Plata, se confundía con el infierno en junio de 1982. Estaba cruzado por el frío que atraviesa el otoño de Malvinas. Con la mirada enturbiada por el hambre capaz de diezmar su cuerpo hasta restarle veinte kilos en apenas dos meses de estadía en las islas, se recuerda en aquel tiempo como un «esqueleto con casco».
A punto de quebrarse, un pulóver, una sencilla prenda arrebatada de una estancia kelper, asegura, logró salvarle la vida, abstraerlo de aquel estado de abandono terminal . Savage, quien hoy habita una bucólica vivienda en Venado Tuerto, en el sur de Santa Fe, y tiene un comercio de materiales para el agro y la construcción, vivió aferrado a esa conmovedora historia y a ese abrigo durante 24 años.
En febrero de 2006 decidió regresarlo a sus dueños, en una más de las postales estremecedoras que ofrece la vida de Savage, protagonista de una película pacifista emitida sólo en Europa —» Con la mano de Dios», en referencia al gol de Diego Maradona en México 86—, amigo entrañable del pintor kelper James Peck y de su padre Terry, contra el que combatió en la cruenta batalla de Monte Longdon, y acérrimo crítico de una aventura bélica que, considera, «nunca debió ocurrir».
Su relato desgarra. El 8 de junio, con un Ejército argentino cercado por el poderío inglés, Savage, junto a cuatro compañeros y un suboficial, iniciaron una caminata hacia una granja cercana al río Murrell. La misión perseguía el objetivo de desactivar una posible base de operaciones por la vía pacífica y, de no ser posible, combatir hasta reducir al enemigo. Soportando fríos extremos, atravesaron una ría y sortearon campos minados. Zafaron incluso del fuego del enemigo, que observaba desde lo alto, pero que optó por no atacar para no delatar su posición.
«Arrancamos apenas aclaró, bien temprano. Debe haber sido el día más frío de Malvinas, con veinte grados bajo cero. Con veinte kilos menos y desesperados, nuestra mente divagaba. No teníamos conciencia del peligro. Ibamos con un compañero que tenía un planito donde habían puesto las minas. Y a cada rato se rascaba la cabeza y decía: ‘no me acuerdo si era por acá o por acá’. Fue una caminata extenuante. Habremos tardado más de cinco horas», reproduce con precisión cinematográfica.
Su inclusión en el grupo, no sabiendo ni siquiera manejar un arma, tenía un solo objetivo: oficiar de traductor a partir de su manejo del inglés.
«Llegamos a la casa y los seis nos tiramos cuerpo a tierra, a mirar con largavista. El miedo era terrible. Había ventanitas en la casa y dijimos: ‘Se rompe una y nos sacuden con una ametralladora’. Sabíamos que había peligro. Ingleses o kelpers que nos podían tirar. Pero era más la desesperación de pensar qué podíamos afanar de comida dentro de la casa, que el miedo. Ese hambre enceguece», explica con tono desolador. «Nos estábamos muriendo. Literalmente nos estábamos muriendo», insiste para darle la dimensión exacta a aquel momento límite.
Esa necesidad lo obligaba a pensar sólo en lo básico, sin registrar incluso la estatura del peligro que los acechaba. Sólo era cuestión de saciar un instinto básico. «Si morimos, morimos, pero primero tenemos que comer», se repetían los integrantes de la misión como intentando darse fuerza entre sí para superar cualquier obstáculo.
Luego de una primera inspección de sus compañeros en los alrededores de la granja, el sargento ordenó a Savage que lo acompañara al interior de la vivienda. Patearon la puerta de la cocina y el soldado irrumpió en la casa gritando en inglés: «Si hay alguien venimos a charlar, no se pongan nerviosos, queremos revisar e irnos». Sus palabras sonaban casi a un ruego para que nadie los atacara.
Al ingresar encontró silencio y un desayuno a medio tomar. «La casa era linda, la sentí acogedora, como la casa de mi abuela. Hasta los olores eran familiares», precisa como si describiera una postal que no se altera con el paso de los años. Subió una escalera con el miedo y la adrenalina apoderándose de su cuerpo. «El corazón me reventaba el pecho. No me paraba de temblar el cuerpo. Me dieron un FAL cargado, pero no sabía ni tirar», explica Savage, a quien el servicio militar sólo había preparado para barrer y cebarle mates a Don Aldo, un jubilado ferroviario encargado del polígono, en La Plata. «Mi preparación era comprarle bofe al gato de Don Aldo», explicaría luego a Clarín entre risas.
Tras comprobar que no había ocupantes en la planta baja de la vivienda, dividió las tareas con su superior. Recorrieron un pasillo en el piso superior y Savage ingresó en el cuarto matrimonial. Lo sorprendió una cama doble perfecta, una dependencia con cortinas y una decoración cuidada que compara con una hostería o una estancia de campo.
Al confirmar que el lugar estaba deshabitado, se relajó. Automáticamente afloró en él un espíritu de supervivencia. Tras abrir «ansiosamente» los cajones, dio con el pulóver salvador. Y cambió su óptica sobre los padecimientos que sufría. «Era un pulóver inglés lindísimo, con borda azul y cruz. Me lo puse en la nariz y sentí el olor a limpio, a perfume, a naftalina. Y dije: ‘Qué lindo, esto es como estar de vuelta en casa’. Me saqué la ropa mojada y me puse ese pulóver y una bufanda, y un gorro, y medias de lana. Ese momento fue mágico», explica emocionado.
El relato no tiene pausas: «Me invadió una sensación de paz, como si estuviera Dios ahí. En ese momento y como un alma que me hablaba, aunque no escuchaba la voz, sentí como que alguien estaba ahí y me decía ‘quedate tranquilo, ya termina esto, te volvés y vas a vivir’. Una sensación increíble. Una enorme sensación de paz, un calor en el cuerpo».
Aquel hallazgo modificó su humor. «Me sentí más fuerte», precisa. Robó comida y se alimentó con desesperación. «Comí tres panes de manteca sola, al hilo, como un perro», añade para dar una idea de la desesperación que atravesaba a aquel grupo de soldados. Del lugar se llevó además cajas de avena, fósforos, velas y azúcar.
Pero no fue lo único que tomó de allí. «Mirá lo que es la mente humana: agarré fotos. Diecinueve años, en ese estado —vuelve a asombrarse—. Yo había sentido esa experiencia trascendental del pulóver y manoteé fotos de la familia. Dije: ‘A este lugar voy a volver algún día y con esta gente voy a hablar’. Desde el instante que entré a la casa tenía esa idea de hacer contacto».
Ese momento llegó en febrero de 2006. Luego de un primer encuentro con Sharon Mulkenbuhr, hija del matrimonio que habitaba la estancia Murrell, en febrero del año pasado visitó el lugar con la intención de cerrar ese capítulo de su historia.
«Cuando iba llegando, el corazón se me salía del pecho. Revivía escenas de aquel día llegando con veinte kilos menos, con el uniforme, con el sargento, con mis compañeros. Se me mezclaba el pasado con el presente», explica compenetrado con el relato.
En la estancia lo recibió Lisa, hermana de Sharon. El pulóver, que por consejo de un amigo se suspendía enmarcado en una pared de su casa, en Venado Tuerto, volvió entonces a manos de sus antiguos dueños junto a una nota de puño y letra en la que Miguel expresaba su agradecimiento. Con lágrimas en los ojos, Lisa reconoció el abrigo de su padre, ya fallecido. «Acá, en esta casa, sentí que alguien me protegió. Y venía a decírselos, veinticuatro años después», le dijo a la muchacha sollozando, mientras se desprendía del preciado objeto.
«Esa casa fue como un salvavidas en el océano para mí. Esa casa y ese pulóver me salvaron la vida», remata con sencillez desgarradora Miguel, ataviado ahora con una remera oscura de algodón, en una cálida tarde de marzo. Lejos del frío, del hambre y de la muerte. Lejos de los horrores de la guerra que cada tanto se adivinan detrás de su mirada cristalina.
MAuro Aguilar
Una carta de agradecimiento
El pulóver descansó en un cuadro hasta el momento de su devolución acompañado por una carta en la que Savage expresaba sus sentimientos sobre aquella experiencia. El texto que entregó junto al abrigo es éste:
«Este pulóver me dio abrigo en un momento de tremenda exposición. La temperatura era de -20 C. Estaba mojado y ya había perdido 17 kilos (pesaba 55 kilos). Lo tomé «prestado» de una estancia en las Malvinas, a cinco horas de caminata desde nuestra posición, cerca de Monte Longdon, habiendo cruzado el río Murrell. Llegamos hasta allí con seis soldados integrantes de un operativo. Yo iba como intérprete. El objetivo era destruir un equipo de radio que transmitía a la flota inglesa.
Afortunadamente no había nadie y pudimos revisar, aunque muy nerviosos, todo el lugar. El sitio era lindísimo, con vista a ondulaciones y entradas del mar. Pensé en lo pacífico del lugar y en lo absurdo de esta guerra. Lo sentí realmente familiar y fue como revisar la cómoda de mi abuela.
También lo usé (estando) como prisionero a bordo del Camberra, tomando el té con la plana mayor de oficiales de la Task Force, que junto con todos los medios británicos me ‘sometieron’ a una verdadera conferencia de prensa, asombrados como dicen en muchos libros de cómo habíamos logrado sobrevivir a semejante rigor climático sin suficiente alimento.
Pensé devolverlo a sus dueños, en mi primer visita a las islas, pero un amigo me convenció de que no lo hiciera. ‘Este pulóver forma más parte de tu historia que la de ellos’, me decía.
En el momento de ponérmelo sentí una enorme paz. Sentí una energía especial, como que alguien de esa casa me decía que volvería con vida, que volvería a casa y que esta guerra que nunca debió ocurrir se estaba terminando».
La guerra en 10 datos
El desembarco de fuerzas argentinas en Malvinas se produjo el 2 de abril de 1982.
La fuerza terrestre, el Ejército, dispuso de 10.001 hombres.
El Ejército británico utilizó desde la salida de sus tropas hasta el fin de la guerra a 10.700 efectivos.
El mayor desembarco de soldados ingleses se produjo en la Bahía San Carlos.
Los principales enfrentamientos por tierra se registraron en las cercanías de Puerto Argentino y en la zona de Darwin.
Los combates más sangrientos por el mayor intercambio de fuego se desarrollaron en la zona de Monte Longdon.
Las bajas de cada bando en sus ejércitos (sin contar Armada y Fuerza Aérea) fueron 195 argentinos y 149 británicos.
En toda la guerra hubo, además de los muertos, 1.188 heridos argentinos y 777 heridos británicos.
Las fuerzas inglesas fueron superiores en pertrechos, armamentos y asistencia logística a sus soldados.
La guerra terminó el 14 de junio con la rendición del gobernador argentino Mario Benjamín Menéndez.