La Nación, 1 de diciembre de 2012
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Cuando Miguel Savage volvió de Malvinas, su familia le organizó una fiesta de bienvenida.
«Todo el mundo estaba eufórico, me preguntaban si había matado a alguien, si había visto a los gurkas. Pero yo todavía estaba muy débil, raquítico. En dos meses había perdido veinte kilos. Venía de sobrevivir a uno de los climas más hostiles del planeta, de tener que dormir abrazado a mi compañero Roberto para no morir congelado y estaba como aturdido. El contraste entre todo ese ruido y el silencio del que yo volvía era enorme», recuerda en diálogo con La Nación.
«Entonces -continúa con su relato-, me fui a la cocina, me calenté las manos sobre la hornalla encendida y pensé: «Nadie tiene idea de lo que pasaste. Vas a tener que ser fuerte: vas a estar solo con tu recuerdo por el resto de tu vida»».
Ese recuerdo al que se refería condensaba muchos, demasiados elementos. Entre ellos, la sensación de haber sido traicionado por sus jefes antes y durante el conflicto: «Yo era un conscripto de 19 años que habían mandado a la guerra con un solo día de práctica de tiro, con una carpa cuya lona se desgarró durante la primera tormenta, y que tuvo que atravesar 60 días de alimentación líquida, porque en mi caso no hubo ni pan ni galletitas. Eramos 150 y lo sólido llegaba sólo para 30. Había que hacerlo durar».
Pero el hambre es paciente hasta que un día estalla. Y en su caso, cuando el hambre estalló, tomó el control de sus acciones. Así, cegado por la urgencia, una mañana ingresó en una granja kelper junto a su sargento en busca de una posible base de operaciones enemiga. La granja estaba desocupada y el soldado, una vez efectuada la revisión de rigor, se dedicó a saciar su instinto más urgente. Comió con desesperación y, al huir del lugar, tomó también un abrigo, un típico pulóver inglés que se llevó sin remordimientos. «En ese momento era literalmente un esqueleto con casco. Estaba moribundo. Y en esa casa, al ponerme ese pulóver, fue como volver a vivir», recuerda con emoción.
Savage conservó el pulóver durante más de 20 años. Enmarcado, a la manera de los trofeos o las camisetas de fútbol. «Pero para mí nunca significó un trofeo -aclara-. Para mí era un hermoso recuerdo que en algún momento me salvó la vida.»
En 2006, durante su segundo viaje a Malvinas, decidió devolver la prenda. Su dueño había fallecido, así que lo recibió su hija, junto a una nota manuscrita de agradecimiento: «Este pulóver me dio abrigo en un momento de tremenda exposición -dice en uno de sus pasajes- (…)También lo usé estando como prisionero a bordo del Camberra, tomando el té con la plana mayor de oficiales de la Task Force, que junto con todos los medios británicos me sometieron’ a una verdadera conferencia de prensa, asombrados de cómo habíamos logrado sobrevivir a semejante rigor climático sin suficiente alimento. (…).»
Volver al pasado
Después de su primer viaje a Malvinas, en 2000, Savage descubrió que había, para sus recuerdos, un mejor destino que la soledad que les había imaginado aquella primera noche del regreso, en la cocina de sus padres. Y comenzó a desplegarlos en una página web que se llama «Viaje al pasado» ( www.viajemalvinas.com.ar ). Allí relata sus vivencias en los tres viajes que hizo a las islas, retrata su amistad con Terry Peck -un ex combatiente enemigo contra el que se enfrentó en la batalla de Monte Longdon- y su hijo James -quien hace un tiempo se convirtió en ciudadano argentino-, y hasta pueden verse los avances de «Con la mano de Dios», un documental pacifista filmado por productores italianos y protagonizado por el propio Savage.
A 30 años del inicio del conflicto, hoy rescata la figura del sobreviviente ex conscripto. «Los ex combatientes éramos una figura incómoda, tanto para la sociedad, que nos asociaba con la dictadura, como para el gobierno militar, consciente de que habíamos sido testigos de sus errores -analiza-. Pero, a diferencia de los profesionales, que volvieron con trabajo, contención, obra social y vivienda, los conscriptos volvimos de la guerra con nada. Y encima, al regreso, tuvimos que soportar amenazas explícitas para que no contáramos nada. De hecho, yo tuve que firmar una declaración jurada que me obligaba a guardar secreto militar.»
Lorena Oliva