La Casa de John

Diario Clarín 2 de abril de 2007

MALVINAS HOY: LA GUERRA Y LA PAZ
La casa de John

Un día, John estaba con su hija en la vereda, mirando a los argentinos que marchaban a los montes, cuando ella le preguntó: «¿Son hombres malos?» «No», dijo John. «Son hombres atrapados en una mala situación». Es lo que John Fowler pensaba entonces y todavía sostiene. Estaban todos compartiendo una situación triste e innecesaria.

Con el correr de las horas, sucedió algo extraño. Los soldados se perdieron de vista. Puede que ya estuvieran en las afueras, ocupando sus posiciones. Por eso las calles lucían desiertas. «¿Qué pasó?», pensaban los residentes. Una legión de soldados que deambulaban con sus equipos pesados, de pronto desaparecieron del pueblo.

El tiempo seguía firme, no tan bueno, quizá, como la primera semana de abril, que había sido grandioso. La broma del día era: «Como Dios es argentino ahora sólo tendremos buen tiempo». Los isleños habían recibido instrucciones de quedarse adentro, pero muchos salían al patio a comerse un asadito.

La mañana del desembarco, por la casa de John, habían pasado los buzos tácticos arreando a un grupo de prisioneros. Eran los volunteer corps, que calzaban sus antiguos uniformes de rezago, portando efectos y armas en una bandera británica. Al lado de las tropas argentinas, lucían como una hinchada menesterosa que venía de perder el campeonato. John no se atrevió a sacar una foto, cosa que todavía lamenta, pues hubiera sido un adecuado recuerdo de aquel otoño apacible, cuando parecía que todo iba a arreglarse, que alguien terminaría diciendo corten con esta locura.

La invasión los había dejado mudos, porque estaba fuera de todo cálculo. Si a algo le temían los malvineros era al gobierno británico, que parecía resuelto a entregarlos a la Argentina. Durante los últimos tiempos, no habían parado de preguntarse por su destino. De ahí que la reunión con Rex Hunt los tomara desprevenidos. El gobernador había convocado a los funcionarios y John asistió en su carácter de director escolar. Al gobernador le habían avisado de Londres que se venía un desembarco argentino. Eso fue cuanto dijo. Al día siguiente salió agitando una cortina de rendición, enganchada en la punta del paraguas.

Dentro de todo, reconoce ahora John Fowler, refiriéndose al desembarco, el trato a los civiles fue bueno. Un jefe de policía argentino-irlandés que empezó a matonear a los malvineros, fue despachado al continente. En cuanto a los casos de robo, se trató de incursiones a casas abandonadas de soldados que buscaban provisiones o asaltaban un gallinero. Por su parte, los malvineros se compadecieron más de una vez de los argentinos que pedían comida por las casas. Los sabotajes nunca fueron sanguinarios. Cada tanto aparecía una línea telefónica cortada o algún recluta aterrado por las fábulas de los gurkas. Un especialista en el género era un tal Eric. «¿Sabes cómo descubre uno si hay gurkas?», dicen que preguntaba. «Si al despertarte sacudes la cabeza y ésta rueda por el suelo, es que anduvieron los gurkas». Pero en Darwin como en Goose Green, las relaciones con los argentinos fueron muy tormentosas.

Todo abril fue tranquilo. Por momentos parecía un desembarco de Peter Sellers. Hubo corralito bancario, pero también se fijaron compensaciones por cada gallina abatida o ventana destrozada. Si alguien deseaba salir de la casa debía colgar un pañuelo blanco, así fuera para orinar en el bañito del patio. La radio argentina informó que a partir de entonces, todo el mundo manejaría por la derecha. Sin embargo, el farero local se las arreglaba para transmitir por radio a Inglaterra lo que le daba la gana. Mientras tanto, en las narices del gobernador argentino, los ovejeros hacían caravanas nocturnas con sus tractores y camionetas, transportando el material de los paracaidistas británicos.

El primero de mayo ya estaban ahí. Fue a la mañana temprano. Los Fowler tenían un bebito de días y John estaba en el living, intentando avivar el fuego, cuando sintió que explotaba la estufa. Era un Vulcan llegado desde Ascensión que bombardeaba el aeropuerto. La onda entró por la chimenea y lo tiró en la alfombra. Más tarde pasaron algunos jeeps con soldados malheridos, mientras brotaban columnas de humo rumbo al aeropuerto. Entonces empezaron a perder las esperanzas. Con este ataque aéreo y el hundimiento del Belgrano, era visible que había pasado la hora de las palabras.

Luego del toque de queda los Fowler debían quedarse en casa con las ventanas cubiertas, desde el crepúsculo hasta la mañana siguiente. Pronto recibirían algunos huéspedes, cuando los Harrier empezaron a atacar el otro lado del pueblo y la zona se volvió peligrosa. La casa de John pertenecía al gobierno y era sólida y espaciosa. Estaba considerada como una casa segura.

Entre los refugiados llegó Mary Goodwin, una típica anciana del campo, muy popular entre los científicos que recalaban en las Malvinas camino a la Antártida y paraban en su hostería. Para John fue una gran noticia, pues horneaba pan a diario, cocinaba de primera y siempre estaba contando alguna historia increíble. Junto con Mary llegó su hijo, un ex marinero al que le faltaba una pierna.

Otra refugiada fue Doreen Bonner, la mujer más dulce del mundo, que había consagrado su vida a cuidar de su hija discapacitada. Cheryl estaba en la cama desde que tenían memoria, no podía comer por sí sola y tampoco decía palabra. Solamente sonreía, sobre todo a su mamá. A los dieciocho parecía una nena de cuatro.

También llegó Susan Whitley, profesora de arte y economía doméstica, la esposa de su amigo Steve. En pocas semanas más, las tres estarían muertas. En cierto modo, diría John, el destino de Susan estuvo signado por su rabia frente a la guerra, pues cuando todo el mundo estaba lanzándose cuerpo a tierra, ella decía «No pienso tirarme al suelo». En otras oportunidades había dicho cosas así y bueno, aún estaba de pie cuando la derribó la explosión. Tenía veintisiete años.

Pero durante las primeras semanas de aquel otoño templado, nadie nombraba a la muerte. El mundo de John se había reducido a su hogar y al trayecto que mediaba entre la casa y lo de un amigo, propietario de una de las tres videocaseteras que había en Stanley. John tenía consigo la video del colegio, así que el paseo con Rachel para buscar alguna película, se convirtió en la salida obligada. Generalmente volvían rápido, pues John tenía el presentimiento de que algo sucedería en su ausencia.

En mayo pasó algo horrible. Estaba jugando con Rachel en el jardín cuando un avión de combate surgió de los montes, volando a baja velocidad, meciendo tristemente las alas, tan cerca de tierra que se veía al piloto. Las tropas de una colina cercana empezaron a tirarle. A juzgar por la balacera, parecía un aparato británico. Es fácil imaginar la desesperación del piloto al verse en aquel infierno, hasta que un cohete lo hizo saltar en pedazos. John no podía creerlo. Ahí, desde el patio de su casa, asistían al espectáculo de un grupo de seres humanos que cazaban a otro como una rata. Rachel, que sólo tenía tres años, entró a la casa despavorida. A partir de entonces cambió. Aquella nena segura y alegre se volvió introvertida y asustadiza. Probablemente sus depresiones futuras tendrían mucho que ver con su experiencia de aquella tarde.

John se había quedado con dudas sobre la identidad del avión, así que pasó por la escuela para buscar en la biblioteca un libro de aviones del mundo. Descubrió que se trataba de un Mirage argentino, derribado por error. Luego leyó en la gaceta argentina que conminaban a identificar bien los aviones.

La noche del cañonazo, John estaba con los niños en el refugio. Se enfureció al descubrir que Verónica no estaba con ellos. Su mujer detestaba el bunker, siempre oscuro y hostil.

Lo próximo que escuchó fue la voz de su mujer, gritando que había un incendio. Sintió que Steve le decía «mujer estúpida, no es un incendio». John saltó de alegría. Ambos se habían salvado. Pero entonces llegó Verónica a decirle que Doreen estaba mal. Cuando John entró al dormitorio, aún yacía en el suelo. Lo primero que distinguió fueron sus lentes cubiertos de polvo, una imagen que lo seguirá mientras viva. John presintió que Doreen estaba muerta; de lo contrario, no se hubiera quedado tan quieta con los anteojos así. Hay otros detalles que John no piensa contar, que van a quedar con él mientras viva. Steve le pidió que lo ayudara a levantar a Susan mientras clamaba por un espejito, pero era obvio que su esposa ya tampoco respiraba. Mientras tanto Mary estaba a los gritos, malherida y en estado de shock, preguntando si su hijo había sobrevivido al cañonazo.

Fue la penúltima noche de guerra. Sucedió de madrugada. Poco antes habían tenido un aviso. Un proyectil cayó en el jardín, pero John ni se enteró pues estaba durmiendo en el bunker que había armado en el comedor. Todavía tiene muy claro lo que pasó aquella noche. Cuando Steve fue a contarle lo sucedido, John decidió levantarse y se reunieron en la cocina con los demás, a tomar una taza de té. La cocina daba hacia el mar, de modo que John la consideraba un lugar peligroso. Habían pasado muchas noches oyendo los cañonazos que volaban sobre la casa, así que logró convencer a sus huéspedes de que se movieran al centro. La artillería empezaba a las once. Al amparo de las sombras, los barcos se acercaban sigilosamente a la costa, sin la amenaza de los aviones. Se oía un ¡pop! desde el mar y luego llegaba un silbido y a continuación el chasquido lejano del impacto. A la artillería de la flota británica le decían picasesos.

El impacto fue sobre el techo. Más bien explotó en el aire. John había vuelto a su bunker a dar un vistazo a los niños. Los demás estaban con Mary. El proyectil se anunció con un sórdido zumbido, como si su destino estuviera cantado y jamás terminara de llegar. Doreen se abrazó a Verónica Fowler, temblando como una hoja. Luego retumbó el estallido y la casa quedó a oscuras. Hubo un ruido a lluvia metálica, como un chaparrón de verano. Era el tanque de agua. Cuando se disipó la nube de polvo, Doreen seguía abrazada a Verónica. Ésta le preguntó cómo estaba. Doreen no dijo palabra. Una esquirla le había rebanado la columna.

Sue, por su parte, murió con la taza en la mano. Estaba en la puerta mirando hacia la cocina y recibió de lleno la onda expansiva. Mary murió dos días después, del estrés y las heridas.

Si cada uno hubiera permanecido en su habitación, las cosas habrían sido distintas. Pero se habían refugiado en el cuarto de Mary, culpa del proyectil que había dado contra el jardín. Primero se habían quedado un rato en la cocina comentando el episodio, hasta que John se puso nervioso y los conminó a pasar al cuarto de Mary, supuestamente el más seguro. John se la pasaba estudiando los ángulos de disparo y la ubicación de los cuartos. Esta obsesión molestaba a Verónica, porque su esposo apilaba panes de turba y cajas con libros contra las ventanas, lo cual convertía la casa en algo caluroso y oscuro.

Verónica ligó unos cuantos astillazos, pero mantuvo la calma a pesar de todo. Aquella misma noche fueron al hospital, donde a John le sacaron las esquirlas de la pierna. Acomodaron a los niños en la sala de partos y se instalaron con su mujer en un cuarto. Llevaban un rato acostados cuando John le sugirió que se metieran debajo, así que se pasaron dos noches durmiendo bajo la cama. Luego llegó otra pareja. El esposo era un marine jubilado y la pasaba muy mal. A cada disparo pegaba un brinco y gritaba «¿Qué pasó? ¿Fue de nosotros? ¿De dónde vino?» En cuanto a John, aquella sala desprotegida removió todos sus miedos. Otra vez empezó a amontonar cosas en las ventanas y a pegar cintas sobre los vidrios.

Dejaron pronto el hospital, pues Verónica había encontrado una casa desocupada. En un rincón del jardín había un artefacto que no llamó su atención. Rachel tampoco le hizo caso mientras jugaba. Un día vino un amigo con un cachorro que la olió con displicencia. Entonces a John se le ocurrió preguntarle
a un soldado que pasaba: «¿Usted sabe qué es eso?» El soldado miró la cosa y se puso pálido. «Salgamos ya mismo de aquí» le dijo tomándolo por el brazo. Era una bomba beluga, de las que llueven como racimos, sensibles a la luz y al calor, siempre listas a reventar. Vino gente a retirarla y debieron dejar su nueva vivienda. Cayeron al hospital otra vez y entonces Verónica perdió la compostura, como si el vaso se hubiera colmado, gritando que estaba harta de todo y en especial de la guerra. Fue una catarsis maravillosa, porque luego andaba hecha una seda.

El estruendo de aquel cañonazo persiguió a John varios años. Una noche tuvo un sueño muy vívido. Soñó que la historia se repetía, sólo que ahora dormían junto a enormes ventanales que él no había alcanzado a tapar. De pronto, desde el océano, llegaba el escalofriante zumbido. Entonces se aferraba a la cama a esperar el Apocalipsis, todo por culpa suya, por haber descuidado las ventanas. Al despertar estaba empapado.

Tal vez lo soñó en Inglaterra. Habían regresado ahí dos años después de la guerra. John quería compartir con sus viejos el tiempo que les quedaba. Su madre, en cierto modo, había sido otra víctima de la explosión. La radio argentina había dicho que él murió en el ataque y que su esposa quedó malherida. Esa noticia llegó a Inglaterra y sus padres la habían pasado mal. De hecho, su madre murió poco después de su vuelta.

La partida de las Malvinas no había sido sencilla. John ya iba por los cuarenta y odiaba la idea de jubilarse en su tediosa oficina. Así que volvieron a Gran Bretaña y luego pasaron dos años en el Pacífico, trabajando de maestros en las islas Gilbert. Más adelante compraron un hotelito en Escocia. John disfrutaba esa vida, pero a Verónica se le hacía difícil porque su madre tenía Alzheimer y estaba viviendo con ellos. Era duro repartirse entre el hotel y su madre. Ella no dormía de noche y podían escucharla revolviendo papeles y buscando cosas. De pronto se les aparecía en la pieza para avisarles que eran las cuatro de la mañana y ofrecerles una taza de té. Un buen día se presentó la oportunidad de volver a las Malvinas para seguir enseñando. Los chicos estaban entusiasmados, pues apenas tenían memoria de su vida en Sudamérica.

La aventura del hotel escocés fue uno de los tantos sueños románticos amasados por los Fowler. A la gente de aquella islita no pareció molestarle que el forastero fuera un inglés. Venía de las Malvinas y entre isleños se entendían. Además, su esposa era también escocesa, hija de inglés e irlandesa. A los niños les vino bien, pues la educación primaria en Escocia es superior a la inglesa.

Fueron años dichosos de trabajo duro. Habían tomado de chef a la antigua dueña, hasta que Verónica empezó a cocinar y John se convirtió en su ayudante y al final terminó como cocinero y ella tomó las riendas de la clientela.

John y Verónica han pasado años en las Malvinas. No son ingleses ni escoceses del todo. Son inmigrantes. Lo mejor, les parece hoy, sería pasar los veranos acá y los inviernos al otro lado del mundo. Aunque ahora están separados, compraron una casita en Portugal, cerca de la frontera con Vigo, un perfecto paraíso que siempre abandonan para volver a sus islas. Añoran eso de saludarse con todo el mundo y juntarse con los amigos a tomar un vinito chileno. John extraña también sus excursiones a Buenos Aires, para ver todo el teatro posible y perderse entre la multitud de Florida.

Cuando estaba en el internado le gustaba agarrar la moto y salir en busca de truchas o gansos para el almuerzo. El ganso es delicioso si uno sabe prepararlo, a horno lento y con salsa de manzanas. Ni siquiera debía limpiarlos, porque siempre había una nube de niños dispuestos a hacerse cargo. Con las truchas era lo mismo. Para alguien como John, era una experiencia mágica con algo de primitivo, eso de salir de cacería y volver con comida para todos.

El internado en Goose Green parecía salido de una
novela de Dickens, sin hablar del director, que mantenía a rajatabla el derecho de los alumnos mayores a fajar a los pequeñitos. Para los Fowler, la sola idea de convivir con el monstruo se había vuelto intolerable, así que plantearon sus exigencias: se iba él o se iban ellos. El siniestro director terminó con el semestre. El internado resultaría destruido en la batalla de Goose Green. Todavía está el tobogán de hierro donde los argentinos pusieron la cohetera de un Pucará. Los
pupilos eran hijos de granjeros, cuando la mitad de la gente vivía en el campo. Los Fowler habían caído ahí por casualidad. Con su esposa andaban buscando trabajo, tal vez en Uganda o en Kenia, cuando vieron un aviso donde pedían una pareja para trabajar de maestros en un internado de las Malvinas.

Los Fowler ya llevan cinco años sin volver a Inglaterra. Verónica sigue enseñando literatura en el colegio. La casa aún existe. John volvió a verla hace poco, a instancias de un periodista. Le costó entrar otra vez, pero eso ahuyentó sus fantasmas. La señora que vive ahí cuida niños y hay juguetes por todas partes.

Volviendo a la noche del cañonazo. John nunca llegó a imaginarse que la muerte vendría del cielo. Había estado esperando más bien una suerte de combate callejero. Pero esto no sucedió. En cambio le reventaron el techo. Los minutos que siguieron al estallido fueron aún más difíciles, porque todos esperaban que siguiera el bombardeo. John no cesaba de repetirse «qué estúpidos, por qué nos quedamos». Hasta la llegada de los ingleses aún había sido posible salir de la isla. Muchos decidieron partir, lo cual sonaba muy razonable. Pero los Fowler esperaban un bebé e ignoraban además si luego podrían volver. Amaban este lugar. Tenían tantos amigos que marcharse sonaba a traición. Pero eso pasa a segundo plano cuando has recibido un cañonazo en el tanque de agua. Y si no resultó mucho peor fue gracias al profesionalismo del hombre que estaba en la otra costa reglando el fuego de artillería. Cuando vio que algo andaba mal, ordenó detener la acción.

Era el capitán Hugh McManners, infiltrado en las líneas argentinas. Se pasaba el día tirado en la paja brava, sin moverse en lo más mínimo. De noche se apostaba en un pozo a dirigir el fuego naval. Contaba con una buena vista del pueblo. A través de los binoculares nocturnos, se divisaba la casa de John. Más allá se adivinaba la silueta de Monte Longdon.

Hace poco volvió a las islas. Hizo contacto con John y fueron a comer al Malvinas House. Lucía muy perturbado y aún luchaba con sus fantasmas. A juicio de John, no es más culpable que la computadora que provocó el desastre. Otros dicen, sin embargo, que el barco no había tirado sobre los montes sino contra una casa vecina con soldados argentinos. Por eso algunos lo llaman El Carnicero. Mc Manners no se ha quejado. Proclama a los cuatro vientos que él mató a esas mujeres. John piensa, por el contrario, que merece una medalla. Que de no detener el fuego, todos estarían muertos.

A pesar de todo, John recuerda esos días con añoranza. Su mundo se había reducido al mínimo. Uno podía pasar la noche entre extraños que lo cuidaban. Mucha gente se había marchado y sus casas habían cambiado de manos. De pronto alguien llegaba diciendo «en el congelador tengo patos» o «encontré estas truchas divinas», así que comían de lo mejor. La guerra estableció fuertes vínculos entre personas que antes apenas se saludaban.

Entre disparo y disparo, en la oscuridad de la casa, sus ocupantes charlaban a media voz sobre el curso de la guerra. «Nuestras tropas están avanzando, qué bueno» ¿Qué bueno? Ahora se acercaba lo peor y John hubiera querido hallarse lejos. Estar del lado enemigo, cuando la propia tropa se viene encima, podía ser el infierno. La invasión los había asustado menos que la posible liberación.

Fue extraño también estar del lado argentino y ver a los conscriptos hambreados y sentir simpatía por ellos. Eran sentimientos confusos.

Dos días después del ataque a la casa, volvió a reinar el silencio. Pero pronto tenían a todos congregados en Stanley, británicos y argentinos. Los servicios colapsaron. Los Fowler, con un bebé de dos meses, la pasaban peor todavía. La ciudad era una inmundicia y tampoco ayudaba el clima. Todo estaba cubierto de hielo y de nieve congelada. Era peligroso andar por la calle y los vehículos derrapaban por pendientes resbalosas. Es lo que John recuerda del último día de guerra.

Mezclados con los ingleses, el jefe de las fuerzas terrestres platicaba con el almirante. Este último le preguntó si no tenía temor de encontrarse en el paso de aquella turba de sudamericanos armados que bajaban de los montes con cara de pocos amigos. «Ni lo pienses» dijo el comandante. «Cuando un ejército se rinde, sus hombres quedan con la moral por el suelo». El almirante le mostró un cuerpo de infantería que marchaba marcialmente, como si fuera a un desfile. A su juicio, no parecían desmoralizados en absoluto. Sin embargo, nadie intentó asesinarlos. Los ingleses tampoco asesinaron a nadie. En un rapto de lucidez, el mando británico sólo dejó en Puerto Argentino a tropas que no hubieran entrado en combate. Eso evitó la venganza. Pero en Monte Longdon, en cambio, hubo ejecuciones de prisioneros.

Los Fowler volvieron a las Malvinas a diez años del desembarco y compraron una casita con vista al mar. Un día John se estaba afeitando cuando vio algo por el espejo. Noventa barcos asiáticos permanecían fondeados, a la espera de sus licencias de pesca. Sus altavoces propagaban órdenes en coreano y de noche ponían luces tan fuertes que se podía leer afuera. Las tripulaciones asiáticas hoy pertenecen al mundo abominable que circunda las Malvinas. Hay que estar desesperado para trabajar a bordo de aquellos barcos que van hacia el Sur detrás de los calamares y sobrepasan incluso Los Cuarenta Bramadores. A bordo puede ocurrir cualquier cosa. Entonces cobra más vigencia que nunca el viejo dicho: «Debajo de los Cuarenta no hay ley. Debajo de los Cincuenta no hay Dios».

Una vez desembarcaron a un chino acusado de haber matado a otro tripulante, pero como no había testigos ni podían deportarlo, se quedó a vivir en las Malvinas. Empezó a trabajar como sastre y luego pavimentando las calles y se cansó de ganar plata. Todo el mundo le decía Tommy the Murder. Se lo veía feliz, eso que no tenía papeles ni identidad, pues para un tripulante asiático es preferible ser nadie antes que volver a bordo. Un día, Tommy volvió a China y hoy vive como un magnate. No sería difícil, dicen algunos, que también haya estado en la droga. Cuando escucha estos rumores, Sue Becket resopla despreciativa. Es una empleada de Falkland Island que cobijó al chino en su casa, así que debe saber lo que dice. «Tommy era un chico abusado que no hizo nada de lo que dicen. Pero este pueblo es un infierno de chismes».

El barco se llamaba Avenger. Fue el que mató a las mujeres. Como todas las noches, había estado batiendo Monte Longdon, una de las posiciones que rodeaban a Stanley. Al amanecer empezó a retirarse, junto con el Glamorgan, que había estado tirando sobre Tumbledown. Entonces, desde la costa, llegó el último Exocet. Los argentinos, con un acoplado viejo, habían improvisado una rampa de lanzamiento ITB (Instalación de Tiro Berreta). Estaba sobre el camino que iba al aeropuerto. Lo armaban al caer la tarde y esperaban toda la noche por si algún buque pasaba ante la línea de tiro. Con las primeras luces
lo desarmaban y lo cubrían con lonas, para que los malvineros no revelaran su posición. Así lo hicieron sin resultado a lo largo de muchas noches, hasta que la madrugada en cuestión, los buques en retirada cruzaron la línea de riesgo. El Avenger logró eludirlo, pero el misil le pegó al Glamorgan, matando a catorce tripulantes. Entre los cuerpos que horas después recibieron sepultura en el mar estaba el teniente David Tinker, de años, crítico implacable de la sanguinaria respuesta británica, que había solicitado la baja mucho antes de la guerra y, sin embargo, se había visto forzado a marchar a las Malvinas. A su padre sólo le quedó el consuelo de publicar un libro con sus poemas.

Al otro día terminó la guerra. Por la noche empezó el invierno. Los barcos mostraban las huellas del duro castigo de los aviones. En las islas seguía nevando. Un huracán proveniente del Polo soplaba a doscientos kilómetros por hora. La sensación térmica llegó a veinte grados bajo cero. El jefe de la flota británica dijo que, comparado con eso, el invierno helado de Escocia equivalía a Hawai en primavera.

John supone que, desde entonces, el clima no ha mejorado. En su época del internado en Goose Green, los días eran más secos y no se vivía bajo un perpetuo cielo grisáceo y era lindo pasear por parajes como las tierras altas de Escocia. Este verano, por el contrario, ha sido uno de los peores que se recuerden y el viento sobre los viejos campos de guerra sopló con más furia que nunca.

Hace poco, John estuvo con uno de los soldados que andaban robando comida. Se trataba de Miguel Savage, que hoy vive en Venado Tuerto. Una noche, junto con seis argentinos, había bajado de Longdon. Luego de cruzar el río Murrell, llegaron a una granja vacía. Revolvieron el lugar y Miguel se llevó un pulóver. Sintió pena por sus dueños, pues la casa olía igual que la suya y él ardía en deseos de quedarse. Pensó en la paz del lugar y en lo insensato de todo. Cuando John lo conoció, muchos años más tarde, Miguel había vuelto a las islas para devolver el pulóver.

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